Imaginemos lo siguiente: de golpe recibimos la noticia de que un peligro concreto se acerca a nuestras ciudades. Se sabe que esa fuerza fue implacable con aquellos que intentaron oponerse a sus designios: relatos de muerte, destierros, saqueos y violaciones anteceden su vanguardia. No hay cerca regimiento o soldados entrenados para hacerle frente. Solo existen dos opciones: agachar la cabeza y dejarse atropellar -con los riesgos, la humillación y la incertidumbre que esto implica- o dejar todo lo que se posee (familia, propiedades y labores) para engrosar las filas de personas que sólo cuentan con una certeza: el premio que obtendrán si triunfan -y sobreviven- será volver a su casa más pobres que antes a intentar reconstruir aquello que la guerra hubo arrasado.
Aráoz: “los salteños fueron perjudicados por lo que hicieron con Güemes”Algo así se vivió en el norte argentino no una vez, sino cerca de una decena de veces, en cada oportunidad en que los realistas avanzaron desde el Alto Perú (hoy Bolivia) sobre Salta y Jujuy, principalmente, y sobre Tucumán, en 1812. Los relatos de las atrocidades que caracterizaron la guerra de la Independencia (que, vale decirlo, se peleó únicamente en estas tres provincias de la actual Argentina); los actos de generosidad y de templanza; las injusticias, la tristeza y el heroísmo fueron construyendo el imaginario sobre el que se forjó la idiosincrasia de estos pueblos y que perdura, en gran medida, hasta hoy. Posee una manifestación palpable (entre muchas otras) en la figura del gaucho: hombres y mujeres del ámbito rural y de la ciudad que lucen con orgullo prendas y hábitos que los identifican con aquellos valores.
En este contexto, la figura de Güemes, como cabeza y corazón de esta resistencia, no puede ser reducida a la de un simple caudillo territorial. A diferencia de otros líderes populares del siglo XIX, el salteño poseía un objetivo que trascendía los intereses localistas. Ejerció un rol clave para evitar que las fuerzas realistas avanzaran hasta Buenos Aires y sofocaran el movimiento que se había iniciado en 1810. Sin él, difícilmente hubiésemos alcanzado la independencia en 1816. Tal vez como gobernante no mostró las mismas virtudes que como comandante militar. Pero es un error juzgarlo con perspectivas actuales. Hablamos de tiempos en los que las diferencias políticas se dirimían con espadas y balas. Y de un líder que se vio obligado a movilizar miles de hombres y mujeres (la gran mayoría pobres) a los que no podía ofrecerles mucho más que la misma o una peor miseria que la que ya padecían, si es que no morían en un combate. Quizás recurrió a métodos cuestionables, pero fueron tiempos violentos y azarosos.
Se hace necesario analizar estos (y muchos otros elementos) para entender por qué desde el jueves pasado las redes y algunos medios reflejan expresiones de mucho enojo que parten desde Salta. Ese día se recordaron los 200 años de la muerte de aquel hombre, por quien muchos salteños profesan un sentimiento de admiración incalculable. Bajo el paraguas de las restricciones que impone la pandemia, la celebración se limitó a un frío acto protagonizado por dirigentes (entre ellos, nada menos que el presidente Alberto Fernández y sus ministros). Quizás hubiese quedado en anécdota o en simple recuerdo si la política no hubiese metido la cola: un grupo de militantes identificados con el kirchnerismo tuvo la posibilidad de participar de manera presencial de un acto del que fue excluido el resto de los salteños, entre ellos, los gauchos.
A la luz de estos hechos, es difícil no pensar en Tucumán, que no sólo aportó hombres a la causa de la Independencia, sino que protagonizó una de las batallas más importantes de la emancipación americana y fue el escenario en el que se declaró la independencia. Da la impresión de que, desde hace ya un par de décadas, por estas tierras nos hemos acostumbrado a que las grandes conmemoraciones (el 9 de Julio y el 24 de Septiembre) se hayan convertido en expresiones de política partidista. Recordemos la celebración -si se le puede decir así- de la Independencia en la cancha de San Martín, únicamente habilitada para los militantes; las columnas acarreadas a fuerza de bolsones al Hipódromo; las peleas en la plaza Independencia entre facciones que pugnaban por ubicarse lo más cerca posible del escenario al que iban a subir los dirigentes; los actos paralelos organizados por la Municipalidad capitalina y por el Ejecutivo provincial (uno en Congreso al 100 y el otro en las escalinatas de Casa de Gobierno, respectivamente) para recibir el 9 de Julio...
Parece que desde lo alto del poder a veces olvidan que los pueblos necesitan ciertos símbolos e historias para fundar su unidad y adquirir una identidad. Mucho más en tiempos de crisis, relatos que buscan la división, incertidumbre y miedo a un porvenir incierto y amenazador. A principios del siglo XIX, líderes como Güemes, Bernabé Aráoz o los Gorriti supieron interpretar esta necesidad. Ojalá los actuales puedan hacer lo mismo.